MUESTRA. ZILA.

Introducción

Silvia, lectora de libros de espiritualidad y de fantasía guerrera, desea ampliar su temario experiencial. Y el tiempo, tan tornadizo hacia el aprendizaje y lo superior, como esta protagonista intenta ser, pronto, muy pronto, va a aceptar su petición.

La protagonista de esta historia apoya su espalda, en el cristal del nuevo tranvía que atraviesa Madrid. Suspira con hartazgo, bajo su mascarilla, convencida de que el sueño americano por la que una buena cantidad de seres hipotecarían su alma, se le va a ofrecer como resultado de enfrentarse a los desórdenes de una existencia común, es decir, aquella que siempre parece estar dispuesta a conllevar complicaciones sin fin. En ella, su fuerte voz interna, prevé que, al final del camino, habrá un beneficio del cual pensará: «Vaya si dejarse la piel ha merecido la pena». Y aunque los hechos no resultaran de esta manera, se niega a ver los días caer desde la pasividad de una mente muy cobarde.

Ella mira la vida desde una atalaya existencial, y es innovadora, y combativa, al igual que el tinte malva de su cabello, y sus eléctricos ojos azules lo son frente a las formas más políticamente correctas. Su personalidad es bastante sostenible. Y, no obstante, hay días que arrastran su cerebro castigado, por el hastío, por tener que sobrellevar las trilladas dificultades materiales de las que es presa.

Capítulo I

CHISPAZO DE CONEXIÓN

Silvia prosigue su viaje dentro del limonado y luciente tranvía de acero forjado que transita por la Almendra Central de Madrid. Habiendo girado en la rotonda de la plaza de Cibeles, de repente, un súbito y relampagueante fogonazo en el exterior, hace que su respiración se entrecorte. La ondeante explosión provoca sucesiones de centelleos, los cuales ve expandirse entrelazados en el cielo sin fin.

Nuestra protagonista observa su piel bronce de nacimiento, y siente un absorbente calor emanado por el reciente estallido, y este suceso persiste arriba, en el aire. Este acalorado ambiente provoca que la temperatura corporal de nuestra protagonista se eleve, y tanto es así, que Silvia percibe que se funde con la fuerza exterior tan sofocante. Entonces, su cuerpo levita a treinta centímetros del suelo sin explicación aparente alguna. Ella tensa la mandíbula, y se agarra al pasamanos con exhibida vehemencia.

Aquella sensación tan bamboleante, se estabiliza, al tiempo que el tranvía se aleja de un gigantesco y cegador disco de luz cruzado por un rayo, el cual, se parece a un quasar, y que aún bandea luz, y una enrarecida ventolera por encima de los edificios, de los árboles, de las plazas… La influencia de aquel despliegue disminuye hasta que se transforma en una tenue corriente calorífica. A partir de este instante, Silvia para de levitar.

«Sonreímos como idiotizados por esta cegadora luz», piensa la mujer, en tanto que observa a los vecinos de vagón.

Sus compañeros de viaje son incapaces de contener unas abiertas muecas de felicidad, al igual que ella, en lugar de sentirse atónitos al haber presenciado la suspensión en el aire de esta mujer entrada en la cuarentena, y de espíritu joven que ha de respetarse. La totalidad de la ciudadanía madrileña siente una satisfacción inexplicable inducida por este misterioso evento.

Silvia resopla con un bufido a medio contener. Percibe, con una certeza enigmática, que sus preocupaciones materiales han sido dejadas a un lado. Y piensa: «¿Qué maldición nos han echado encima para que nos alegremos con esta euforia, y que nos desentendamos de lo dura que la vida es? ¿De dónde hostias proviene esta magia invasora?».

La joven es presa de una incontenible atracción por el atípico suceso luminoso que acaba de presenciar. Se despoja de la mascarilla. Con el transporte urbano en movimiento, sus manos fuerzan la apertura de la pareja de puertas. Salta hacia la carretera, y a todo, correr sube por la calle de Alcalá en dirección hacia la Gran Vía.

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