MUESTRA. UNIVERSIDAD DEL MOMENTO.

Introducción

El texto de reclutamiento de la Universidad del Momento decía esto.

«A raíz del Siglo de Oro, nuestra afamada universidad abrió sus puertas al servicio de las mentes más notorias, apertura hecha bajo una solemne premisa: ofrecer una estructura educativa digna de asegurar el estándar de calidad del Siglo XVI, que hemos actualizado en estos tiempos.

Luego, nosotros somos capaces de legitimar la idoneidad de nuestros estudiantes, para modelar la sociedad en el decurso de los milenios.

Instant victoriam (la victoria instantánea, o como en esta institución suele ser traducida, la victoria del instante), es el espléndido lema que tenemos en este lugar. Y en el regazo de este potente conocimiento, todos nuestros estudiantes están capacitados para aportar sus talentos profesionales al mundo.

Citando al creador honorífico de nuestra universidad, el conocido filósofo Zenón Cárpena: ‘El ser humano debe negarse a ser un inquilino de la actualidad. Y, sin embargo, nunca deberá perder el respeto al momento presente’. Esta cita habla de personalidad, tanto como de respeto a lo universal.

Tengan a esta universidad en cuenta. Y, no olviden, candidatos y candidatas, que la actualidad, el instante, el momento, es el máximo presente otorgado por este Universo. ¡Tal es la antítesis del caos! Nuestros bríos deben actuar acordes a este altísimo misterio. ¡Y si consiguen formar parte de esta institución, ríndanse al momento presente, y hagan rendir en su nombre, allá, a lo largo y ancho de este mundo, donde sus zapatos dejen sus huellas marcadas!».

Renacimiento simulado

En los últimos coletazos de mi adolescencia, fui un toxicómano precoz más de cara a la sociedad. Sin embargo, hice un acto decente (el único… en esa etapa en la que sentía que mi cerebro era un caos que había encarnado pegajosamente en este cuerpo maldito): decidí que iba a rehabilitarme completamente, a pesar de lo que fuera, y a pesar de quien fuera.

Y quizá, fue un error de bulto, porque tomé esta decisión en el psiquiátrico. Mi psique estaba tan abierta en canal, que derramaba locuras entre la sangre de mi boca, excoriada al roce con la mordaza. Y era que yo no funcionaba, parecía no encajar en ninguna parte. En ninguna, absolutamente.

Desechar mi anterior forma de vida… tan incontrolada, fue lo normal. Pero, por querer encajar, intenté ser otra persona, una persona más normal; y esto llegó a ser un inconveniente, porque si había gente descontrolada, era la gente normal. Así era el mundo de ambicioso y polarizado interiormente.

Tres años después, percibía esta idea de rehabilitarme como esto que era…, una paradoja. Era un tipo de remanente de locura. Era otra horrible obsesión. Los pensamientos, mis sueños, eran raros, extraños, como de otra persona.

En cuanto a los demás…, tampoco había demasiada gente a la que respetar de verdad. Pero, sí que tenía una banda de amigos.

A pesar de los problemas, decidí que iba a respetar este juramento para estar sano. No quería empezar a romper esta promesa hecha a mi nuevo yo. En ocasiones, era un «pasota» total, sin embargo, no quería faltar a mi palabra, porque iría como pollo sin cabeza a consumir drogas otra vez.

Y mi nueva naturaleza hizo su purga, aunque… fue así hasta cierto punto, porque seguía siendo un tío avispado. El mundo jamás iba a dar una fortuna a un tonto que no supiera manejarse en esta vida, que no supiese moverse.

—Aquí estoy —me hablé. Trataba de centrarme en hacer uso de un lenguaje sin demasiadas «zapatillas», dado el contexto de exclusión social con gente como yo, los enfermos mentales. Y porque este célebre lugar, la UDM, era terriblemente elitista.

Sobre esta universidad, había memorizado una centena de recortes de periódicos y de revistas.

Un rectilíneo camino se abría ante mí, la división de dos praderillas, en donde setenta estudiantes repasaban textos. Algunos tonteaban con sus parejas. Otros, consumían alcohol, medio escondidos detrás de las mochilas. Estaban alegres. Así fue siempre la ilusionante burbuja estudiantil. Y yo quería una parte de esa felicidad, independientemente de que fuera una sensación muy artificial, o no.

De fondo, estaba el majestuoso palacio de la universidad, cubierto por un esqueleto metálico y de cristal. A su vez, estaba custodiado por los dos anexos con la figura de amplias alas, cuyas modernas y coloristas cristaleras daban un aspecto superior a ese robusto cuerpo central.

Con los brazos puse a rodar mi silla de ruedas. Este cálido viento bamboleaba mi cabello de punta, y notaba el aire suave en los lados de la cabeza. Había tintado mi pelo de grisáceo claro, en honor a mi apellido, que además era un apodo: Cano.  

Ni siquiera, un año atrás, tiempo en el que recibí el alta en mi psiquiátrico, viví una vitalidad como esta. Debía de ser porque esperaba entrar en una nueva fase de mi vida, vivir algo distinto.

Entré en el anexo de la izquierda. Albergaba las oficinas de la UDM, los despachos, y la residencia para los estudiantes. Me vi tentado a robar un busto de mármol, o cualquier otro elemento artístico de lo que había expuesto en el hall. Estaba seguro de que había coleccionistas que pagarían una fortuna por ellos, o incluso por un pedazo del rodapié centenario.

Tomé el ascensor, el cual, me elevó hasta la tercera planta. Una vez arriba, fingía leer de la carpetilla que llevaba conmigo. En seco, di un codazo al cristal de la alarma antiincendios, y presioné el botón que la activaba. Me ocultaba tras una de las columnas, y observaba al personal huyendo. Después, entré en la zona de los despachos, me senté, y entorné los ojos.

Una media hora más tarde, alguien interrumpía mi sueño.

—¡Despierte! ¡¿Qué hace usted en mi despacho?! ¡Debe explicarse de inmediato! —Su cabello, algo ensortijado y corto, se desmelenaba por el énfasis con el que hablaba. Era un hombre de mediana edad, al que le gustaban las vestimentas clásicas. El decano, a metro y medio de mí, en su esfuerzo por guardar el distanciamiento social, achinaba los ojos de una forma ridícula.

—No le estoy faltando al respeto, muy señor mío. Me he quedado dormido aquí, por una razón comprensible, y es que sufro de narcolepsia. Y, por favor, no se preocupe por verme en esta silla de ruedas. Estoy sentado, porque al perder el sentido, tiendo a caer de bruces.  

—Eres muy redicho para tener esas «pintillas». Buenos días —me saludó su esposa. Era la decana, en asociación con su marido, de igual rango. Recogía su castaño cabello, asía sus pequeñas manos a las solapillas de su traje de dos piezas, y clavaba esos vivarachos ojos en mí.

Sentía la impresión de que, ambos decanos, me analizaban. Pero mis formas estaban siendo tan pensadas, y lo estaba haciendo tan, tan bien, que todo me divertía.

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