
Introducción
Cinco años ha, la corporación de mi asqueroso padre, cuya marca interplanetaria era Masscorp, iba a recibir el título de: «Empresa del primer orden». Situado solo por detrás de Agroman, y Banco Santander, era la tercera firma española, según el RCU (Ranking del Comercio Unificado). En el uso de este nuevo estatus de excelencia, iba a tener mano sobre la política de La Tierra, así como en Marte, y en las bases cósmicas de todo el Sistema Solar.
Se pensó de mí: «¡Qué jodida suerte has tenido al ser su heredero, redicho bueno para nada!».
Mi retórica era selectiva.
Salvo aquellos que éramos los familiares de este pequeño dictador, nadie más conocía su desplaciente amargura, la punta del iceberg de un personaje como este, que mantenía engrasados a sus curritos, para que hicieran dinero negro, en apoyo a sórdidas mafias con un talante pacifista; a menos que se les mirara con un talante crítico.
Y, ante estos brazos armados de las políticas muy económicas, como por otra parte, así lo son, lo más apropiado era no abandonarse a las bajas formas. Lo contrario, sería entrar en el juego propuesto por ellos; y ser apaleado.
En cuanto a quien narra, a los veintiún años, ya era trabajador temporal en Masscorp, y soporté la vergüenza de ser el hijo ideal allí, dos demoledoras temporadas. En la estación soleada de 2118, abandoné el puesto.
Si este tiempo pasado ahí, hubiera sido empleado en las corporaciones rivales de Masscorp, me habrían palmeado la espalda a lo largo de cada una de las veinticuatro horas de esta vida, por ser el traidor ideal: un muñeco manejado.
Por tanto, mejor malo conocido…
Así fue, y me mantuve limpio en la medida en que se pudo. Tanto en mi trabajo en Barcelona, como en el posterior traslado a la ciudad más cegadora, Seúl, nadie pudo ser testigo de un delito cometido por mí.
Fue lo que Masscorp archivó de mi persona. Mi padre pensaba que mi vida era un chorreo de blandenguería.
Pero, le había robado una ingente cantidad de información sobre sus finanzas, y las de otras empresas tan corruptas como era la suya.
El viejo era un resabiado de los demonios, pero junto a estos coleguitas del sector corporativo, se descuidaban en la ex casa de este patriarcado, en donde se emborrachaban, y todas esas cosas que se hacen, para maquinar el cómo poner a trabajar a esa bajeza, al conjunto de personas que controlaban, aquellos rendidos a sus pies, el estiércol humano que fertilizaba, uno a uno, los macro negocios de los que se habían apoderado por la fuerza. Unos macro negocios que se distinguían en la sociedad, por la alta corrupción.
Entonces, podría imaginarse de mí: «¿No será que eres otro vendido que roba información, y además comercias con ella? No eres tan diferente a aquellos a quienes odias».
¡Alto! Porque yo jamás había manipulado a los demás para que justificaran mis delitos. En esta vida, cruel por esa sucia naturaleza… de todas las decisiones de los seres humanos; y sustentada en la imperfecta carne, el ser humano se halla de alquiler, ¡y no podría sostenerse más de ciento veinte años por sus medios! La realidad ya condenaba, y lo hacía como si nada, como para yo echar basura sobre otros.
I
A casi cualquier extranjero le costaba imaginar que alguien pudiera apostar su vida en el pachinko. Hasta cierto nivel de perdición, se razonaba que había un porqué, y más en esta «gameística» Seúl. Mas, alcanzar a contraer deudas que superaban los tres millones de DigiWons (la moneda oficial), reventaba toda expectativa. Pero ninguno estábamos libre de jugarnos los coins a las máquinas.
—¡Venga! ¡Vamos! —Atenazaba fuertemente la palanca, y golpeaba los botones de esta grotesca maquinaria expendedora. Las tres pinzas cerraban sus ganchos, pescando un pack de tabaco, que había sido desnicotinizado, en el que mezclaron vegetales ansiolíticos, y al que añadieron un saborizante a caqui ácido—. ¡Sí, demonios! Esta semana hay que fumarse la vida en el apartamento.
«¿Qué más debería comprar?», pensé. «Una pieza de carne, fruta…». Al margen de poder coger los productos de las estanterías, el hipermercado recreativo invitaba a una alternativa al sistema de siempre, como se ha visto. Consistía en jugar a las máquinas expendedoras, siempre en versiones multijugador. Así podíamos competir por descuentos notables. La verdad, era que, conseguir cash, de esta y de otras formas, era algo al alcance de mis manos, por mi buen tacto con estos mandos, o porque solía intercambiar aquella información, sobre mi padre y los«palmeros» suyos, para ganar efectivo, softwares de la Dark Web, permisos de viaje, y, en fin, aquello que viera necesario para cubrir todas las necesidades (y algún que otro desahogo lo eran igualmente).
Tras diez minutos, me había hecho con un melón cultivado indoor en una empobrecida Bolivia, y una pieza de pollo, que había sido fabricada al cien por ciento en un laboratorio de la abusada Vietnam.
Apreté el paso con firmeza. Iba a hacerme con una televisión nueva. Pulsaba las teclas digitales del teléfono móvil, en tanto que me aproximaba al departamento de electrónica gaming. Trasteaba con las setecientas cincuenta y dos firmas de criptomonedas, en uso de una APP que era ilegal. A través de este software oscuro, el dinero caía en la cartera digital como si este teléfono fuese una tragaperras trucada.
—Hoy voy a contar… con 2880 DigiWons. ¡Woow!


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